El humo de las ideologías excluyentes

En momentos de crisis, no necesariamente económica, siempre hay un auge de los proteccionismos, que en sus fases iniciales no son mas que ahorro donde antes había despilfarro, pero no hablamos aquí de dinero, sino de bondad y confianza. Cuando las cosas y las caras vienen duras, las madres aconsejan a sus hijos infantes, en los barrios, estar poco tiempo en la calle y volver sin falta antes del anochecer, procurando evitar a los desconocidos y sus míticos caramelos de droga pura; de igual manera, los padres recomiendan a sus hijas casaderas, cuando salen, no perder el sentido en la demasía necesaria para terminar siendo víctima – mientras cargan la escopeta para una excursión nocturna nada relacionada con el ocio filial -. Y esto lo hacen, además, con el paternalismo bienpensante que les es propio, y con la tenacidad y cuidado con que la sabana africana enciende fuegos y alza vigías para proteger a sus niños de las risueñas fauces de las hienas. Sin embargo, parece fácil de comprender, esta no es un actitud apropiada para el miedo social en democracia.

Cuando las cosas y las caras vienen duras en democracia (Consigan o no hacernos creer que la situación es fruto de mágica casualidad), en todas partes surgen líderes iluminados que, legitimados por dios,  la razón, o cualquier otro íntimo enemigo del hombre, nos advierten con altruismo de los peligros de «lo otro», y no flaquean en retórica al presentar pruebas de la afrenta. Y los hay, ciudadanos con injusto derecho a tal nombre, que como niños, aceptan el paternalismo que niega su autonomía, socavando la grandeza de la democracia, y responden repitiendo como pájaros desplumados que sí, que en efecto el problema es «lo otro», y hay que alejarse, en las versiones mas moderadas, o destruirlo, en otras menos amables.  Es de esta manera cómo surgen los racismos, los nacionalismos, y toda clase de ideologías excluyentes que apoyadas en humo transforman el miedo en despropósito.

Esta crítica que hago a título personal tiene origen en una realidad observada, subjetiva en todo caso, pero que veo oportuno compartir, y es que en toda separación hay víctimas, toda exclusión, partición, alejamiento o división afecta a personas y relaciones que, maravilla de mestizaje y mixtura que define al ser humano, se hayan con un pie a cada lado de la linea que un día trazó algún iluminado. Y el problema de estas víctimas en concreto, pues victimas somos todos de nosotros mismos, es que son inocentes, y su voluntad de autonomía, de definir con libertad su identidad, se ve truncada por un discurso cuasi-ciudadano que limita las opciones a blanco o negro, amigo o enemigo, y corta con el hiriente filo que solo las ideologías saben afilar como es debido.

En mi opinión, la historia nos enseña que los problemas nunca son «los otros», pues las separaciones solo traen bandos, y los bandos solo tienen sentido en la lucha. Los problemas son siempre «los nuestros», nosotros, una parte de nosotros, y cuanto mas grande sea ese «nosotros» en el que te incluyas, mayor es tu potencial para hacer del mundo un lugar mas habitable.

Sucede que pensar en la población del planeta como «nosotros», elimina todo racismo o nacionalismo porque vincula todo problema de relaciones personales, sociales o étnicas a uno mismo, involucrando la intención del bien común, y haciendo posible el diálogo que excluye la diferenciación. Cuando seamos capaces de reconocer, apartando el oscuro velo del miedo que tan convenientemente destacan los que desean aprovecharse de la fuerza de los ciudadanos, que los responsables de los problemas que sufrimos también son «de los nuestros», seremos capaces de realizar el ejercicio de humildad que precede a toda mejora.

Para finalizar quisiera destacar la consecuencia última de las ideologías excluyentes que, fértiles en los carácter debilitados por la tortura del miedo, solo tienen como última finalidad posible la soledad. Cuando el ego nos empuja a hacer distinciones en pos de la autodefensa, nos aleja primero de una cultura, después de un país,  mas tarde de una sociedad, un pueblo, un barrio, una familia y una persona, y nos arroja a la soledad mas absoluta, la de aquel que no es culpable de nada y con nada tiene que ver.  Si no amamos la última consecuencia de las acciones que emprendemos o las ideologías que apoyamos públicamente,  haremos mejor en recapacitar o renunciar al estatus de ciudadano, y los derechos que con este se otorgan.


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